Conocí a Carlos Skliar en
febrero de 2010, cuando brindó una charla a varios de los alumnos y maestros
que más tarde fundaríamos la Escuela Mexicana de Escritores. ¿En qué consiste
la experiencia poética? Nos preguntó. Se trata, dijo, de un pasaje a través del
peligro. Toda travesía lo implica.
Su afirmación me trajo a la mente que he
tenido una oportunidad tras otra de comprobar que la literatura no es un juego
y que efectivamente implica una amenaza. ¿Qué quieren decir las palabras? ¿Qué
significado tiene el mundo?
Lo primero que, en
aquella ocasión, Carlos tuvo el cuidado de informarnos, es que a él lo habitan
muchas voces. Como yo no puedo acallar las que viven dentro de mí, que son
básicamente las de la culpa, me preparé para un diálogo sinfónico. Y ese es
justamente el peligro de la literatura: que nos abre no solamente al otro, sino
a los otros y nos lleva a reconocer que nuestro Yo no es sino un mecanismo de defensa frente a la incertidumbre del
murmullo general.
¿Qué somos, además de
las palabras que hemos escuchado y que nos han poblado desde el nacimiento?
¿Significamos
algo más que aquellas voces? Voces, como decía el poeta griego, ideales tan amadas, de aquellos que
murieron, o de aquellos que han desaparecido para nosotros como los muertos. A
veces hablan en nuestros sueños; a veces las escucha nuestro espíritu en el
pensamiento.
La mala noticia de este
singular concierto es que no sabemos qué hay detrás de todas ellas. Ya los
estructuralistas tuvieron la decencia de informarnos que no hablamos un
lenguaje, sino que el lenguaje nos habla. Nuestro meollo, si es que tenemos
uno, se encuentra hueco, atravesado por todo aquello.
Digamos que cada quien se halla tejido por un sinfín de otros y así hasta el infinito y más allá. ¿Qué
palabras escuchar? ¿Cuáles atender?
¿Se observa por qué es
peligrosa la literatura? ¿Se entiende cuál es la amenaza de la experiencia
poética?
En estos miedos se
encontraban yo y mis otros, aterrados, cuando Carlos nos sacó con sus palabras
de aquel ataque de pánico poético.
¿Qué tipo de
experiencia brinda esa peligrosa travesía? Preguntó. Se trata, dijo, de una
experiencia corporal. Y entonces comenzó a contarnos que Hélène Cixous, poeta
argelina, se preguntaba en “La llamada a la escritura” si habría que tener buenas
razones para escribir. Al parecer, la poeta dejó sin responder dicha cuestión.
Pero Carlos nos relató su travesía por ese texto: “Escribir nos atraviesa, nos
toma, nos asedia y sobrecoge”. La poesía es un lenguaje encarnado. Lenguaje de
las entrañas. El poeta es aquel que escribe y que lee poesía, en la que,
siempre, hay (la poesía no es, en la
poesía hay).
Se trata, dijo, de una
forma particular del lenguaje y del sujeto. Se trata de la inversión del sujeto
y de la lengua: hay voz. Como en este poema suyo:
“Mirar
tiene dos ojos. También los oídos ven cuando recuerdan el golpe de una puerta,
la deriva del agua hacia el estanque, el perro con tres patas, la lluvia sobre
un techo indiferente. Pero quien mejor mira es la piel. Sus poros son como
párpados que se abren y casi no se cierran. Son luciérnagas hambrientas de sed”.
Sus palabras me
tranquilizaron. Si hay voz, entonces en el mundo existe una esperanza. Podemos
desechar aquellos discursos que sobran, desoír de las habladurías, dar la
espalda a todo el despilfarro de palabrerías vanas, y concentrarnos en la voz.
En ella, está la unidad mínima de un poema: siempre hay voz, dijo Carlos, y
citando a Henri Meschonnic, afirmó que el poema es una aventura de la voz.
A la idea de esta
aventura, agregó: sólo hay voz cuando el lenguaje ha sido habitado por un
sujeto y éste ha sido habitado por el lenguaje. Cuando en el lenguaje hay voz,
estamos en presencia de un ir y venir entre lenguaje y sujeto, que se habitan
mutuamente. La poesía tiene entonces que ver con ser habitado por voces ajenas,
si es que queremos ampliar la posibilidad de lo humano. Una buena razón para
leer, es ser otro. Como en su siguiente texto:
“Hay
pájaros y hay cables de alta tensión. Hay manos quietas y hay bordes sueltos.
Hay agua envenenada y hojas de otoño que aún no tocaron la suave mañana de su suelo.
Hay niños, gatos y dientes que ya se cierran. El poema tiene hambre, olvido,
nubarrones, párpados, aliento. Casi todo. Casi nada”.
Pero la voz no sólo
dice algo, nos dice Carlos, y abunda en este punto: la voz se encuentra del
lado de lo sensible y del cuerpo. La voz es carne, la palabra existe a partir
de una voz encarnada. Nos recuerda que Zambrano insistía en que la voz tenía
que ver con las entrañas. Voz entrañada. Nada más lejos del lenguaje soñado por
los lógicos con su esperanto. Hay un intento en marcha, nos advierte, de librar
al lenguaje de ese incómodo espesor, de lograr un lenguaje sin arrugas, la
denominada lengua de los deslenguados en la que nadie se dice nada. La lengua
de los ángeles sin cuerpo que, al no enfrentar la muerte, también carecen de
vida.
La poética, señala
Skliar, está del lado de la muerte. Nosotros, mis voces y yo, estamos de
acuerdo con él, y agregaríamos que la poesía está igualmente del lado del
asombro.
Y entonces aquí puede
encontrarse el principal problema literario. La razón de que la poesía resulte
peligrosa es que tenemos un miedo radical de morir y de perdernos. Nos da temor
ser otros porque en el fondo, ingenuamente, creemos ser nosotros mismos, nos
aferramos al yo. Es por tal razón que la literatura sólo abre sus puertas a
quienes de un modo u otro le han plantado cara a la muerte. Y en este punto
radica el secreto del ser auténtico. El yo que no se pierde en los otros, es
aquel que ha tomado conciencia de su falta de sustancia, pero también el que ha
entablado un dialogo fructífero con otras voces.
Sólo el asombro puede
salvarnos de los discursos deslenguados, así como de la melancolía. El asombro
y la poesía nos acercan al ser auténtico.
Leyendo No tienen prisa las palabras, me entero
por qué Carlos escribe, e intuyo que todos encarnamos al lenguaje. Somos carne
de palabras y cuerpo del asombro. Como en este poema, también suyo:
“Suena
el piano. Son dos manos que hacen descorrer el sol de este a oeste. La luz
suena honda y horizontal. Como si fuera un abanico apenas abierto hacia la
brisa que todavía no está, pero es. El aire se detiene de pronto en los graves.
La nota final me sorprende, así: ilusionando de dentro hacia afuera”.
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